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O Opinión

La Iglesia mexicana ante la negación de la evidencia

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Pensemos en dos acontecimientos globales de interés social sumamente actuales con los que la Iglesia mexicana busca comprenderse y lidiar con sus diferentes feligresías: las manifestaciones de mujeres y el coronavirus COVID-19. No son comparables como fenómenos, pero sí han causado algunas reacciones paralelas entre una cada vez más polarizada comunidad católica: el descrédito, la sospecha, la insidia, la desconfianza y la desobediencia.

En el primer caso, siempre fue claro que la convocatoria de mujeres nació en sectores sociales de intereses ideológicos muy distintos a los de la grey católica y que entre el cúmulo de demandas destacaba una plenamente incompatible con principios de dignidad humana; sin embargo, la realidad compartida por las mujeres es innegable. No sólo por los feminicidios como caso extremo de la violencia sino por múltiples y muy diversas acciones y actitudes misóginas invisibilizadas o minimizadas en diferentes órdenes, instituciones y convivencias normadas en la sociedad. Y sí, también dentro de la Iglesia católica es preciso que sus miembros se desprendan de muchas de esas actitudes ciertamente heredadas, pero no inamovibles.

En el caso de la pandemia viral, todo parece indicar que las llamadas a la prudencia, a la prevención y a la planificación de amplias medidas sanitarias ante la rápida propagación del virus son la mejor vía para evitar sufrimiento de grandes poblaciones; no sólo para reducir la transmisión, sino que, a pesar de ella, los sistemas de salud no se desborden ante una alta demanda de servicios médicos y de hospitalización. Todas las instituciones con autoridad cívica y moral tienen una inmensa responsabilidad en atender este fenómeno; y sí, la Iglesia católica además de sumarse a las medidas de prevención tiene para ofrecer perspectivas de caridad que pueden dar mucha luz y esperanza en medio de una emergencia sanitaria de esta índole.

Y, sin embargo, por alguna razón ha sido notorio cómo algunos guetos católicos que, en un incomprensible aislamiento voluntario, desprecian el arduo trabajo de diálogo multidisciplinar en el que la Iglesia católica -en México y en varias regiones del mundo- se ha esforzado los últimos años. Fieles, sacerdotes, obispos y hasta cardenales han preferido permanecer ‘seguros’ en los marcos de sus certezas, sus prejuicios y sus viejos lenguajes, al grado de desacreditar a sus hermanos y de sospechar de aquellos o de sus juicios; siembran -quizá sin querer- la insidia y la trasgresión; y en esa actitud, por desgracia, se vuelve más propicio el terreno para un verdadero desastre.

En contraste, las orientaciones pastorales del papa Francisco para la Iglesia del siglo XXI han sido muy claras: salir a las periferias materiales y existenciales para llevar misericordia y ternura, arriesgarse y accidentarse en la realidad antes de encerrarse y enfermar en las ideas, favorecer la unidad en lugar de abonar al conflicto, confiar en que el tiempo en la esperanza es superior al espacio de nuestras penurias y que el todo en clave universal también es superior a la parte de nuestras afiliaciones. Se trata de vías de operación de lo que sus predecesores llamaron “nueva evangelización” en la que pedían fuera ‘nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión’.

Muchos de los obispos de México, conociendo el contexto y los riesgos, compartieron sus reflexiones y hasta su solidaridad ante la validez en las manifestaciones de mujeres el 8 y 9 de marzo, así como sus preocupaciones porque aquellas fueran instrumentalizadas ideológica o políticamente; y respecto al COVID-19, sin pánico pero con alta responsabilidad, prácticamente no hay diócesis en el país que desoiga las recomendaciones de prevención sanitaria para que las congregaciones de fieles no se tornen en focos de alta transmisión de la enfermedad.

Los grupos católicos radicalizados, por el contrario, han acusado a sus propios correligionarios (y hasta a sus pastores) de falta de fe, de cobardía, ignorancia o de complicidad con los poderes mundanos. Desoyen sus consejos, se rebelan ante las disposiciones y se abrogan el derecho absoluto de comprender la escatología verdadera. Sus voceros suelen preferir discursos martiriales o apocalípticos, se jactan de su propia infalibilidad; apelan a historias de la antigua cristiandad fuera de todo contexto y emulan a denudados santones negacionistas.

Hay que decirlo con todas sus letras: A pesar de todas las ventajas y herramientas actuales, estos grupos prefieren permanecer en la oscuridad, voluntariamente cierran los ojos para evitar el diálogo o el contraste de informaciones, y así ceden más fácil a la desinformación y a la manipulación. Lo triste es que, con esos personajes, hay peligros reales que se asoman porque el odio y la desconfianza son hijos de la ceguera. Y, por desgracia, esta condición de ceguera voluntaria parece ser más contagiosa que el coronavirus y más inflamable que la indignación social de las mujeres.

¿Qué le toca hacer a todo el cuerpo eclesial para atender a estos guetos? Aplicar la ruta que propone la nueva evangelización: renovar su ardor, sus métodos y sus expresiones para dar acompañamiento pastoral a toda esta grey que se ha acostumbrado a negar la evidencia, para abrazarla y rescatarla de sus miedos y sus heridas, para mostrarles cómo son posibles rutas de acción no beligerantes frente a los desafíos contemporáneos, cómo es posible una actitud de caridad y misericordia sin faltar a la verdad, cómo es posible una Iglesia inserta en los márgenes más complejos del siglo dispuesta a construir y no sólo a defender sus fueros.

@monroyfelipe