Este 13 de marzo del 2023 se cumplen diez años del pontificado de Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco, el primer pontífice de la historia emanado de la Compañía de Jesús y el primer sucesor del apóstol Pedro nacido en América Latina.
Francisco ha sido un personaje que lo mismo ha entusiasmado y cuestionado al mundo mediante su actitud y su pensamiento: con sus gestos ha buscado desmontar el venenoso clericalismo político y con su magisterio ha construido un andamiaje filosófico, teológico y pastoral que orienta el principal desafío de la Iglesia católica hacia el resto del siglo XXI: un auténtico cristianismo que muestre el rostro de su fe mediante el cuidado de la creación y del ser humano.
El mundo, sin embargo, cada vez parece más desafiante y, aunque las crisis radicalizan los pietismos y fanatismos místicos, Francisco no ha volteado la mirada de la realidad: la sociedad global tiene referencias apenas anecdóticas de un cristianismo envejecido; la depredación del ambiente ha llegado a niveles críticos e irreversibles y la indiferencia ante ello es tan grave como la misma enemistad geopolítica entre los pueblos; la anomia social, el individualismo, el mercantilismo y el consumismo son enfermedades normalizadas y hasta anheladas a pesar de que sus horrores se evidenciaron sin filtro durante la pandemia.
Francisco eligió el nombre del santo de Asís para recordar que la Iglesia tiene una responsabilidad primordial con los últimos, los descartados y los excluidos de esta vorágine; pero también porque una vida en sencillez expresa ‘amor por la creación’ y porque una auténtica reforma eclesial sólo puede provenir de la humildad.
Estos diez años de pontificado han sido pura resistencia transformadora: Bergoglio ha intentado eludir obstinados símbolos del clericalismo, las tradiciones mundanas palatinas y la politización del papado mediante sobrias celebraciones Eucarísticas, una pastoral a ras de suelo con los pobres y un magisterio de acceso popular que no requiere intérpretes.
Sus homilías –ya sea en masivas y simbólicas celebraciones como en las íntimas y sencillas de Casa Santa Marta– han dejado los principales mensajes de esencia latinoamericana que apelan por una ‘reforma de actitudes’ y por una ‘revolución de la ternura’. Es decir, que todo cambio comienza por la actitud y toda revolución debe tocar con gentileza las heridas del prójimo.
Su magisterio, en el que destacan tres encíclicas, un par de exhortaciones apostólicas y un puñado de mensajes históricos como el Statio Orbis frente a la pandemia global de COVID-19, puede sintetizarse en el reconocimiento de un hogar y un camino común de la humanidad que debe compartirse con los demás con alegría y mediante un discernimiento permanente en el que la humildad, la solidaridad y la ternura son los motores de una auténtica revolución social.
En estos diez años, Francisco ha realizado además 40 viajes internacionales en los que, a pesar de habitar una geopolítica polarizada, de cerrazón, egoísmo, violencia y desprecio entre pueblos, economías y grupos sociales, el Papa ha acudido a centroides y periferias políticas para expresar sus más audaces mensajes a favor de la democracia, de la justicia social, la pacificación entre naciones, la economía social, el valor de las comunidades originarias, la atención al fenómeno migratorio y la fraternidad universal.
Y, hacia adentro de la Iglesia –consciente de las críticas contra la institución– Francisco ha logrado llevar adelante una difícil reestructuración bajo un principio que es sencillo de expresar pero arduamente complejo de asumir: Ser una Iglesia pobre y para los pobres; una institución audaz ‘en salida’ incluso al punto del riesgo de accidente; y una comunidad de entregado compromiso con los últimos.
Estos diez años con Francisco han sido una apuesta por una renovación de la cristiandad contemporánea: capaz de transformarlo todo mediante una opción misionera radical que no sienta la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas de la humanidad; una cristiandad que está llamada a liberarse de simbología y normativas desgastadas en el tiempo, urgida a atender prioritariamente a los pobres bajo una convicción teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica; pero, sobre todo, a ser una cristiandad que se atreva a llegar a todas las periferias humanas.